No dejo de pensar en las consecuencias medioambientales que está teniendo esta crisis.
Los pájaros cantan, aparecen animales salvajes en pleno centro de ciudad, la calidad del aire es mejor que en los últimos cien años y los ríos y canales recuperan un azul sano. Y todo esto porque faltamos nosotros. El mundo se para y la naturaleza revive.
Asomarme al balcón desde mi piso en el norte de Madrid capital y ver a lo sumo 4 coches por minuto, un cielo azul sin ninguna boina gris que lo recubra y surcado por pajarillos cantando a todas horas me provoca entre paz y desasosiego por lo atípico de la situación.
Pienso en que me da pena que Madrid vuelva a teñirse de gris y de ruido, por mucho que eso signifique que volvemos a la normalidad. Y pienso también que la normalidad no es sostenible, al menos no como la conocemos.
Uno de los cambios drásticos colaterales que ha traído el estado de alarma es que no podemos comprar más que lo necesario: los establecimientos físicos, a excepción de los supermercados y farmacias, permanecen cerrados. Las tiendas online siguen o intentan seguir activas, y aunque es posible comprar en ellas, nos vemos en la tesitura de preguntarnos si de verdad es ético movilizar la logística, tan necesaria en este momento para el abastecimiento de productos básicos, para nuestros simples caprichos, haciendo además que los trabajadores de dicha industria se expongan. Quedan descartadas por tanto la comida a domicilio y las compras por Internet, y en general todo aquello que no es estrictamente necesario.
Y así van pasando las semanas, y con cada día que pasamos encerrados parece que la ciudad está un poco más limpia y sana. Y nosotros, aunque encerrados, estamos bien: podemos adquirir todo aquello que necesitamos, lo que de verdad necesitamos. Resulta que todo lo que ahora no podemos consumir en realidad sobra, podemos vivir sin ello, y resulta que al prescindir de ello frenamos de raíz la contaminación de nuestras ciudades. Para reflexionar.
En la otra cara de la moneda tenemos el impacto laboral y económico que todo esto está teniendo: si no consumimos más que lo necesario, el mundo se va al garete. La naturaleza se salva, pero nosotros nos hundimos. Para reflexionar también.
Todo esto me produce sentimientos encontrados: intento alcanzar el equilibrio entre el consumo y el desperdicio. Pienso que ojalá cuando todo volviera a la normalidad todos consumiésemos de manera más responsable, apoyando a pequeños empresarios y proyectos que aporten valor, comprando más físicamente y menos por Internet para reducir la huella de carbono, reduciendo el uso de plástico asociado a nuestro consumo. ¿Lo conseguiremos una vez el ritmo vuelva a acelerarse y todos volvamos poco a poco al piloto automático o simplemente dejaremos de pensar en estas cosas y miraremos para otro lado?